Vivía cerca del mar cuando un gato andrajoso y flaco apareció frente a mi casa. Llegó unos días después de que mi viejo compañero, cansado y al borde de partir, lo dejara entrar como si le cediera su lugar. No sé si fue casualidad o destino, pero aquel gato se quedó.
Con el tiempo se volvió fuerte y, cada tarde, me esperaba al regresar del trabajo. Había en sus ojos un brillo salvaje y tierno a la vez, como si me recordara que la libertad y el cariño podían convivir.
Años más tarde, la vida me llevó a otra ciudad. Intenté llevarlo conmigo, pero no quiso. Se acercó, me acarició con su cabeza y luego se sentó a observar la mudanza durante largo rato. Cuando el camión partió, lo vi perderse despacio hacia la playa, dueño de su propio destino.
A veces lo extraño, y me pregunto si todavía me espera entre las olas y la arena, como un guardián invisible de mis recuerdos junto al mar.
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