Desde que era niña, me repetía una y otra vez: “Si querés, podés hacer lo que quieras. Estudiá, construí tu futuro y no escuches las voces negativas. Apagalas, seguilo tuyo y siempre adelante.”
Era su manera de enseñarme que la fortaleza no está en lo que dicen los demás, sino en la convicción que uno sostiene en su interior.
Claro, también era difícil a veces. Podía pasarse horas mirando partidos de fútbol, mientras mi madre se enojaba. Nunca supe si ella se molestaba porque él disfrutaba tanto de aquello, o simplemente porque el fútbol no le interesaba en absoluto. Esa fue siempre la antítesis entre ellos: ella, nerviosa y pendiente de todo; él, sereno, disfrutando lo que tenía delante.
Recuerdo un día en particular. A mamá la operaban, y él, imperturbable, miraba un partido. Se acercaba la hora de ir al sanatorio y él no parecía tener prisa. Todo lo hacía esperar, todo lo vivía con calma, sin gastar energía en nervios ni en dramatismos. Mientras nosotros estábamos tensos, él confiaba.
Finalmente, la operación pasó, mamá salió de la anestesia y él ni se había enterado. Cuando lo supo, solo dijo con calma: “¿Viste? Todo salió bien. ¿Para qué te vas a preocupar?”
Esa era su esencia: mirar la vida sin desesperarse, caminar con el paso firme del que sabe que la preocupación nunca cambia los hechos.
Hoy, que cumple 93 años, entiendo la lección que nos dejó: “No te preocupes, estamos viviendo… y un día, simplemente moriremos. Pero mientras tanto, viví.”
Papá, hoy te digo desde mi corazón: sos eterno.
Eterno en tus palabras, en tus gestos, en la serenidad que me enseñaste. Eterno en esta vida que has vivido con calma y en el legado que nos dejas.
✍️ ELIDA BENTANCOR
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